Un corazón escaldado

 

 

 

Cuando el juez reparó en el novio, pensó: «¡Otra vez, Andrés? Menudo reincidente», y profirió su discurso. Mientras, el poeta peruano Andrés Caballero Solano —ya repatriado, y con la salud resentida— rumiaba los sinsabores de relaciones pretéritas. Una de cinco años, con la limeña infiel que maltrataba a sus hijos. Otra de once, con la mina que lo dejó tirado en el Gran Buenos Aires. Entonces maldijo al amor, perro infernal, divino arquetipo...; aunque sintió el corazón al rojo vivo al contemplar a su irresistible novia española —primero virtual, luego actual— a través del consabido velo de misterio.

—¿Acepta usted, libre y voluntariamente, contraer matrimonio?

—No libre —vaciló Andrés—, pero sí voluntariamente. 




* Texto premiado como finalista en el "I Concurso de Microrrelatos Hospital General València", España, 2023.

 

 

 


La última guerra

 

 

 

          Huíamos de la atroz guerra. La nave iba en la dirección de la constelación de Sagitario. A través del cristal alcancé a ver la Tierra: una remota bola de fuego, enseguida un resplandor, al cabo ni eso.

 

 

*Texto recogido en el libro: Breve Historia de la Literatura Concreta. Antología Hispanoamericana de Microcuentos, España, 2017.

 

 

 


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La tercera semana de junio fue crítica. Sentí que la soledad me embargaba. Extrañaba demasiado a los chicos. Cada noche evocaba detalles de los primeros años de mi matrimonio, la dolorosa separación que terminó en divorcio, las complicaciones de una mudanza anterior. En aquella ocasión contraté el servicio de una empresa de transportes y, aunque hubo enseres que se arruinaron con el trajín, le llevé a Nisciel más o menos enteros los muebles que teníamos en el departamento. También le dejé los electrodomésticos. ¿Qué otra cosa podía necesitar yo? Compré una cama y un sofá para cuando se quedaran mis hijos, y me quedé con la biblioteca. Solo los libros me consolaron en tales circunstancias. 


En Surco, ya tenía una colección de más de mil tomos que desbordó los estantes y, tras una discusión con Nisciel, me vi en la necesidad de guardar libros en cajas que acomodaba en algunos rincones del departamento. Nisciel decía que yo estaba enfermo. Le dije que tenía razón. Creo que mi afición a los libros llegó a exacerbarse en San Marcos. En aquella época conseguía usualmente libros usados, amarillentos, glosados, apolillados, o ediciones piratas. Cuando tenía unos soles en el bolsillo, me iba a las librerías de San Isidro y compraba un original. Al salir buscaba un café y me ponía a leer con fruición. A veces entraba a una librería cuando no tenía dinero y, si la ocasión era propicia, me robaba un ejemplar. 


El primer libro que sustraje fue una edición de bolsillo con las prosas principales de Rimbaud. No lo conseguí en San Isidro, sino en San Miguel. Era una fría y caliginosa noche de julio de 1997. Ese viernes salí de San Marcos con dirección a San Borja. Serían como las ocho y media. Al pasar por la Feria Internacional del Libro, que desde 1995 ocupaba el mismo recinto que la Feria del Pacífico, me bajé del micro. Pese a que no tenía plata, recorrí la feria de cabo a rabo. Solo me preocupaba mi vieja. De lunes a viernes esperaba que le hiciera el relevo con el carrito de sándwiches a partir de las diez. Ella comprendería. Sobre la hora de cierre, me entretuve en el pabellón de la librería Ibero. Me acerqué al vendedor y le pregunté cuánto me costaba "Una temporada en el infierno". Me miró con desdén, farfulló algo y atendió a un cliente mejor vestido que yo. Desairado, caminé con el ejemplar bajo el brazo hasta el estante de donde lo había agarrado. Entonces le acaricié la tapa, le mimé el lomo, y comprendí que era mío. Procuré asegurarme de que ningún circunstante me viera. Mi piel se crispó y, por un instante, quedé rígido. Un sudor frío empapó mis cejas y el corazón me empezó a latir al ritmo de arcaicos tambores. Como en un trance, escondí el Rimbaud entre el jean y mis calzoncillos, y me deslicé al stand contiguo. Estaba colmado de artículos relacionados con la serie televisiva «Calabozos y Dragones». La serie me parecía una zoncera, pero igual me hice el cojudo y consulté el precio de una revista de la editorial española Ediciones Zinco. Acto seguido corrí a la salida del campo ferial. 


En los molinetes de acceso me confundí con la multitud que fluía como el agua de un caudaloso río a través de un dique y me dejé llevar por la corriente hasta La Marina. En la avenida caminé hacia al paradero con la idea de que alguien me venía siguiendo. Lamentablemente perdí el bus que iba a San Borja. Pero había una coaster que, con el semáforo en verde, aguardaba pasajeros con el motor encendido y la puerta abierta. Le hice la seña convencional con el dedo. El cobrador, que se hallaba colgado del estribo, me agarró de la chompa y me metió al vehículo. Entonces le gritó al chofer que arrancara. El semáforo estaba en rojo cuando emprendió la marcha. A la altura de Sucre, la coaster hizo un giro hacia Magdalena. Le consulté al cobrador si terminaba el recorrido en ese distrito. Me dijo que sí, y que si quería me bajara en el último paradero. Pagué el pasaje con el último sol que tenía. Me bajé en el malecón y caminé un poco. Me hizo bien el influjo del mar. Claro que luego tendría que ir caminando a mi casa. No me importaba, tenía conmigo el fetiche. ¡Rimbaud era mío! 


En la banqueta oxidada del paradero, bajo la luz de un siniestro farol (desde el acantilado me hacían guiños los pacos de los adictos como si fueran luciérnagas), me senté y aspiré limpiamente la brisa de la costanera. Entonces saqué mi botín y empecé a hojearlo. Con la complicidad de la noche, la página siete me encandiló con un brillo inusitado: "En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones y en el que se derramaban todos los vinos...".


* Fragmento de la novela e-love. Córdoba: Tinta Libre, 2019; págs. 122-125.